Lo demás puede faltar o puede sobrar. La mujer es la copla, la canción, la compañera, el embrujo, la raíz de todo vivir. El conuco es la tierra desnuda, surco, semilla, siembra, placenta y fruto, y el río es germinación, agua para aplacar la sed, pesca, camino, espíritu que corre, belleza, transparencia, contemplación, salud. Nació de uno de esos partos que se dan en el llano, igual a cuando se abre el espinito en el monte y se esconde en el carbón cuando pasa la candela para que no le queme la raíz. Doña María Nicomedes Figueredo, fue la encargada de traer al mundo a este incomparable poeta veguero. Su padre fue José Antonio Robles. El parto se dio en el hato Merecurito, jurisdicción de Guardatinajas, Guárico, donde el río Tiznados aprovecha las raíces de los grandes árboles para remansarse y quedarse más tiempo contemplando las muchachas que bajan a la orilla a recibir un baño llanero. Es como decir, de Calabozo pa’ adentro. El alumbramiento de Dámaso Figueredo, se produjo en pleno mes de marzo de 1939. Por eso, entre las nubes de polvo, Figueredo aprendió a caminar detrás de los atajos de becerros, oloroso a suero de quesera, en los bajos de Tiznados, en los cañaotes de terronales entreabiertos, donde quedaba blanqueando el lomo plateado de los coporos, después de tirar la atarraya, como una bendición cuando comenzaban a retirarse las lluvias. Él no sabía por qué, pero al conseguir la puerta de falso abierta, las trancas del corral en el suelo, se ajilaba detrás de los animales por los caminos trillados a pasar el día por aquellos chiribitales, sintiendo florear la infancia, mientras bajo los higuerotes y merecures, el corral quedaba solo entre la pesada sombra del mediodía, como con ganas de irse también detrás de lo que se había esfumado. Ese paisaje que a veces se escapa medio agachado, bajo los quebrahachos con movimientos de sombras, con espejismo de ausencia, asustando al matapalos con un rumor de inmenso higuerote fúnebre. “Lección que no tuvo tregua” Y es que como dice Alberto Arvelo Torrealba: “Yo aprendí en tierra abismada/ lección que no tuvo tregua”, Figueredo aprendió el alfabeto puro de la costumbre llanera, esa que amarra los sueños a los rotos de la campechana para que no se caigan con la madrugada por si acaso el día se presenta arduo y seco como un cardonal de médano rojizo; campechana a la que el duro talón cuarteado no deja pelos para saber de que color era la res que la dio. Así se hizo muchacho. Hizo su querencia, se hizo conuco y bebió en Tiznados hasta la luz de la luna en la costilla de la playa. Pero también se hizo jinete, cazador, pescador de cachamas y valentones, y diestro en el verso improvisado, sabio del paisaje, la tradición y la picardía amorosa, con toda la sabiduría que se va aprendiendo de los testimonios y vivencias en la ruta de los campesinos: la faena, la filosofía, los misterios, la brujería, los celos, el cacho y el desafío, de donde nacieron esos dos versos suyos que incluyó en el joropo “El llanero completo”, y que dan la bienvenida a Guardatinajas: “La soga que se revienta/corriendo mismo se empata”, es decir, no hay que detener la jornada para remendar los entuertos. Su sangre era la del drago. Su color, el del mangle negro del recodo. Su pelo, el palmar del verano. Su sudor, la resina del chaparro y almizcle de zorro guache; y su voz era como la voz de las ánimas, palabras mágicas, buenas para contar la historia, pero buenas también curar heridas, para amansar la bestia machira, o aconsejar a los malcriados entre rimas de un joropo. Nunca perdió la genuinidad de la infancia y siendo hombre aprendió a soñar con lo que lo rodeaba, igual como se entretienen los niños, sin dejar de ser receloso y arisco al verse atropellado por las circunstancias, asunto del que “el cazador novato” tiene una anécdota muy sabrosa de un contrapunteo en el que “el cazador ya sin recursos frente a la versación de Dámaso, trató de hacer que éste perdiera la compostura, sabiendo que era muy celoso con su hijas, lo picó así: “Se me olvida preguntarle / a Dámaso Figueredo / que me diga la verdad:/ si él quiere ser mi suegro / para que tenga el honor / el día que yo sea su yerno /y va a echar más bendiciones / que un obispo en un entierro”. La respuesta de Dámaso fue: “No se crea que yo ando buscando/ cazador flojo pa’ mantenerlo / tengo un chinchorro en mi casa/ para mí que soy el dueño / esconderé mi muchacha /si me toca en un entierro / porque eso es mucho bocao/ pa’ que se lo coma un perro”. Figueredo jineteó la vida en todas las circunstancias y nunca le temió. La hizo suya. De atrás para adelante, de adelante hacia atrás. Hacia el cielo y en el vacío. A pie plano sobre el suelo. Y tal, la asumía en su virtud de cantar. Inquebrantable al pie del arpa. Con copla y con chiste, con “cachos”. Dice el compositor José Manrique, que Figueredo era como un viejo botalón en medio de la llanura para resistir en un contrapunteo. Dominaba un amplio espectro del lenguaje coloquial, con los más inverosímiles criollismos para acuñar una consonancia o darle sentido a un tema. Poseía recursos desde el actual hasta el más antiguo escenario del habla rural, un romancero con el que engalanaba su improvisación, que bien podía mal plantar al contrario delante de la audiencia. Su talento era un fogón prendido en las lomas de su genialidad, de donde la chispa volaba al menor estímulo. Contó El mismo Manrique dice que tuvo oportunidad de verlo contrapuntear en Calabozo, con Luis Lozada “el cubiro”, y la copla parecía una disputa de presa entre dos viejos tigres de piel dura, donde el zarpazo resbala. Por la gallardía ninguno logra vencer a otro, “tigre no se come a tigre”, es necesaria la astucia para arrinconar al contrario, y en ese caso, el más astuto fue Figueredo, que atacó con un tropel de refranes a “el cubiro”, terminando el contrapunteo en una carcajada. La palabra domada e indomable, forzada a ser verbo, la tremolaba en su voz, como lo cuenta el poeta Ángel Eduardo Acevedo en su libro “Papelera”, la oportunidad en que no hubo manera de hacer posible que Figueredo pronunciara correctamente la palabra amígdalas, al momento de grabar su célebre pasaje “La hija catira”, debiendo quedar registrada en el disco como “amirdolas”. Hasta los revess amorosos, los transformaba en picaresco humor que utilizó para la letra de muchas de sus canciones, auténticos éxitos de la música llanera, ricos en poesía llana, pintoresca y de sonido absurdo algunas veces, pero brillantes y únicas, como la que refiere en el pasaje Clemencia, en que le pide al doctor que le ponga de cabecera el zapato de la una enfermera llamada Clemencia, del pueblo de Papelón, Portuguesa, para curarse de dolencia |
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